Miguel Doura combina su oficio de artista con el montañismo. Cada año escala el monte más alto de América para abrir una sala de arte que es récord Guiness.
Por primera vez, Miguel Doura consiguió tener el Aconcagua a sus pies en 1993. Por fin, después de tres intentos, había alcanzado la cumbre más alta de América, a casi 7 mil metros de altura, un buen motivo para desatar el festejo más desenfrenado.
Pero allí arriba, expuesto al viento helado de los Andes, cayó en la cuenta de que seguía atrapado por la conmoción que le había causado ese lugar “muy pictórico, exótico y extraterritorial” que había descubierto a 4.300 metros sobre el nivel del mar, un mojón casi providencial en la ruta de la pared Oeste para reponer fuerzas, antes y después de superar uno a uno cada obstáculo que le proponía ese trayecto en constante ascenso.
Ahí mismo, en Plaza de Mulas, en el espíritu aventurero del escalador afloró repentinamente su faceta de artista plástico -perfeccionada durante cinco años en la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, en Buenos Aires- para dar forma a la idea de instalar sobre el suelo nevado del campamento base una galería de arte.