Combatió en la guerra junto al Regimiento de Infantería 3, que entonces tenía asiento en La Tablada. Siempre al límite de la desobediencia, su cultura de criarse con la ley de la calle, lo convirtió en el soldado ideal para enfrentar las situaciones límites en las que un conflicto bélico pone a prueba a todo combatiente. Semblanza de un veterano que falleció el pasado 14 de octubre
En las escarpadas laderas heladas y siempre húmedas de Tumbledown, los hombres de la primera sección de tiradores de la Compañía A “Tacuarí” del Regimiento 3 seguían recibiendo fuego de la artillería inglesa. Era incesante, ya que de día disparaban la terrestre y por la noche la artillería naval. El teniente primero Víctor Hugo Rodríguez sabía que faltaba poco para que entrasen en un inevitable combate porque el avance inglés había provocado las caídas de los montes Dos Hermanas y Kent y era cuestión de horas en verle el rostro al enemigo.
Días antes Rodríguez, de 33 años, que estaba al frente de unos 40 soldados, buscó un estafeta que fuese rápido y hábil. Previsor, sabía que esa sería la única forma de comunicarse ya que las radios hacían rato que ya no funcionaban por sus baterías agotadas, y había ordenado descartar esos aparatos para no acarrear peso de más.
Fue cuando el sargento Manuel Villegas le dijo que le prestaba al “Cata” Rubén Carballo, pero advirtiéndole que cuando empezase el combate se lo pediría, porque a ese soldado pícaro, vivaracho y con mucha calle, cuando la cosa se pusiera fea, lo quería al lado suyo.
Rodríguez accedió pero sabiendo que no lo dejaría ir. Villegas le aconsejó que no le diera demasiado calce porque era de esos que enseguida tomaba confianza y sería más difícil controlarlo. Junto al radiooperador el “mono” Paz, los tres ocupaban el mismo pozo de zorro. Carballo no se desprendió ni un momento de su lado.
Ese soldado bajito, flaco y extremadamente ágil sorprendía cuando lo veían correr en medio de los bombardeos ingleses, sin tomar en cuenta las órdenes de que se pusiera a cubierto, y siempre era blanco de una catarata de insultos en la que su madre estaba presente para que no fuera irresponsable y no se hiciera matar.
Una infancia difícil
Había nacido en la Navidad de 1962 en La Matanza, cerca del cementerio, donde su hermana mayor, desde muy chiquita, vendía flores en la puerta y en la actualidad es dueña de dos puestos. Porque los Carballo, familia muy humilde, se las arreglaban para ponerle el pecho a la pobreza.
Según Rodríguez, su antiguo jefe y amigo para toda la vida, Carballo era un chico muy sufrido que se había criado en la calle, que tenía muy metido adentro el sentido de la amistad y la solidaridad, y siempre era el primero en ofrecerse a ayudar a quien veía en la mala.
Tenía muchos hermanos criados por su madre y todos muy unidos. Hincha de Boca y de Nueva Chicago, para todos era el “Cata”, que surgió de una tía que le decían así y él, de muy chico, llamaba “Cata” a todo el mundo.
Le tocó hacer el servicio militar en el Regimiento de Infantería Mecanizado 3 y lo destinaron al parque automotor. Enseguida el sargento Villegas se dio cuenta de su carácter callejero y atorrante, pero con códigos de respeto. Y si bien sabía manejar, por años Carballo le echaría en cara los golpes de puño en los muslos que les daba cuando le indicaba cómo manejar los camiones. A la hora de armar el grupo para ir a Malvinas, estuvo en la lista porque, según el suboficial, “era un buen soldado”.
El reclamo en las islas no demoró en llegar. “Mi sargento, tengo hambre”, reclamó Carballo. “Yo también”, respondió el suboficial. Al principio, Villegas no quería saber nada con la cuestión de robar porque cuando terminase la guerra quería regresar a abrazar a su familia y no quedar encerrado en un penal, pero al final -luego de avisarle a su jefe de lo que haría- accedió.
Como en una primera incursión a un pequeño rebaño que todos los días pastaba en el mismo lugar no tuvo éxito, fue Carballo quien propuso organizar la cacería clandestina. Volvió con tres corderos, a los que carneó y toda la compañía pudo comer.
El 12 de junio les habían ordenado ocupar posiciones en el cerro Tumbledown y Rodríguez hizo mirar hacia otro lado a sus soldados cuando se cruzaron con los maltrechos del 4 que se replegaban heridos, sucios y extenuados.
Cavaron trincheras y para hacerse de la munición de mortero la debieron traer en quince viajes a pie de lo que era el viejo cuartel de los Royal Marines, porque los helicópteros ya no podían operar sin riesgo de ser derribados.
El domingo 13 continuaron estando a merced de la artillería enemiga. Uno de los proyectiles cayó en el pozo de zorro del soldado Julio César “Negro” Segura, que instantes antes le estaba gritando bromas a otra posición, y quedó con la espalda abierta. A gritos pedía que lo matasen. Su amigo Carballo, sin consultar a nadie, corrió unos 1.500 metros a campo traviesa en medio del fuego enemigo para llegar a una ambulancia para trasladar a su amigo, pero ese vehículo de la Cruz Roja estaba descompuesto y cuando regresó, Segura ya había fallecido.
A las diez de la noche de ese día, Rodríguez recibió una orden suicida: las secciones debían desplazarse hacia el norte, a las alturas de Wireless Ridge para realizar un contraataque y apoyar al Regimiento 7 en su movimiento de repliegue.
Rodríguez le preguntó al capitán Zunino quién había sido el hijo de puta que había impartido esa orden suicida. Reunió a sus soldados y les explicó lo que debían hacer.
En esa acción temeraria -el regimiento 7 ya había sido sobrepasado pero ellos lo ignoraban- los ingleses los detectaron y concentraron el fuego en ellos. El subteniente Aristegui cayó con un disparo en el cuello, y fracciones menores británicas se sorprendieron al ver que los argentinos avanzaban disparando. Dos soldados corrieron en ayuda de Aristegui, recién egresado del Colegio Militar. “No te preocupes, pendejo, vos te portaste bien con nosotros, te vamos a sacar”.
Luego cayeron heridos los suboficiales Villegas, Vallejos, Retamar y el soldado Amusane. Para Rodríguez la misión seguía siendo tomar contacto con el jefe del regimiento 7. Con una veintena de sus soldados continuó avanzando.
Villegas había caído herido en el estómago y en el brazo. Rodríguez entonces ignoraba que los soldados Tries y Serrizuela, desafiando el fuego enemigo, lo recogieron y lo cargaron ocho kilómetros hasta el hospital de Puerto Argentino, a pesar de las órdenes de Villegas de que lo dejasen ahí, que ya estaba listo. “Mi sargento, no lo puedo dejar morir aquí, porque usted me debe un asado”, le respondió Tries. También se jugaron la vida el soldado Páez y el cabo primero Domínguez cuando salvaron al sargento Juan Vallejo, al que vieron rodar por la ladera del monte, gravemente herido.
Fue Carballo quien, en medio del contraataque que le habían ordenado a Rodríguez, debió ir a ubicar al capitán Zunino a recibir nuevas órdenes y maravillaba a sus compañeros su velocidad para correr, en medio de una balacera infernal y de bombas que cuando estallaban parecían fuegos de artificio.
Por fin, pudieron replegarse hacia Puerto Argentino.
La vida después
Carballo practicaba boxeo en la categoría mosca, alentado por su entrenador que le decía que si se lo tomaba en serio podría ser alguien en el deporte. Tuvo razón. Se transformó en el único veterano de guerra en participar en los Juegos Olímpicos de Los Angeles en 1984, luego de clasificarse campeón en el mismísimo Luna Park. No le fue bien, ya que su primera pelea le tocó con un dominicano que si bien era de su mismo peso, era más alto. El comité olímpico hace unos años le entregó una medalla por su condición de veterano.
Practicó boxeo profesional entre 1986 y 1989 cuando se retiró porque luego de cada pelea, confesaba a sus amigos, los dolores en el cuerpo tardaban cada vez más en irse.
Se ganaba la vida como ambulanciero y cuando de pronto afloraron problemas psicológicos y advirtió que no le encontraba sentido a la vida, sus compañeros y su antiguo jefe se reunieron con él en una estación de servicio en San Justo para hacerlo cambiar de parecer.
Entrenaba a chicos en boxeo en el gimnasio Master en Laferrere, porque decía que así los sacaba de las calles y que él había encontrado un sentido practicándolo. Los jueves y sábados jugaba al fútbol y también le gustaba salir a correr.
Tenía dos hijos -uno falleció en un accidente de tránsito cuando trabajaba de delivery-, cuatro nietos y un bisnieto. Se jactaba de ser el primer veterano de guerra de Malvinas en ser bisabuelo.
Villegas, su sargento de la guerra, se retiró como sargento ayudante. Las secuelas de sus heridas le pasaron factura, muchos sentimientos que mantenía muy ocultos afloraron como torrente en las sesiones con el psiquiatra. Le avergonzaba seguir cobrando el sueldo sin trabajar y pidió el retiro. Aún así, cuando fue el asalto terrorista a su entrañable cuartel, sin pedirle permiso a nadie ahí estuvo combatiendo como uno más. Grande fue su sorpresa cuando se encontró con dos soldados suyos de Malvinas, y que habían ido por los mismos motivos que él.
Con Carballo se hicieron grandes amigos, vivían a una cuadra de distancia en un barrio en La Matanza. Cuando el suboficial comenzó a engordar, Carballo insistió hasta que logró que fuera al gimnasio a someterse a una exigente rutina. Cuando Villegas le dijo que no la podía hacer, Carballo en broma le respondió que era por venganza cuando los hacía “bailar” en el servicio militar.
Carballo se transformó en algo así como el hermano mayor de sus compañeros de trinchera. Era el que organizaba los asados todos los 14 de junio, para evocar esas terribles horas de infierno y muerte donde la hermandad y la amistad se sintió a flor de piel.
El pasado 14 de octubre por la mañana falleció de un síncope cardíaco. Lo encontró un compañero veterano que ese día iba a llevarlo al dentista porque él tenía vencido el registro de conducir. Fue sorpresivo para sus amigos: seguía entrenando, no tomaba ni fumaba y no podían creerlo, si hasta el día anterior habían estado con él.
En la juntada que esos camaradas de la compañía A del 3 están programando para mediados de noviembre, en Arroyo Seco, seguramente ese petiso vivaracho, querendón y confianzudo, que en diciembre hubiera cumplido 62 años, estará más que presente en los corazones y en el cariño de sus entrañables compañeros de trinchera.